Los Kalash, uno de los pueblos más antiguos de Asia.
Guiados por el sonido incesante de los tambores los Kalash bailan y cantan sin cesar. Apenas quedan unos 3.000 integrantes de esta etnia que ha vivido aislada durante siglos en los remotos valles fronterizos del norte de Pakistán y Afganistán. Durante generaciones han preservado su idioma, cultura y religión. Pero la influencia del mundo moderno y los intentos de conversión religiosa al Islam, amenazan el presente y el futuro de los Kalash.
Durante siglos los Kalash han luchado por preservar sus tradiciones. Pero las conversiones al Islam, apoyadas por las autoridades religiosas, políticas y educativas de Pakistán, están debilitando su cultura y sus tradiciones. Por eso resulta sorprendente, muy sorprendente, encontrarte con una población adoradora de las fuerzas de la Naturaleza, que ha resistido y lo sigue haciendo a la imposición del islamismo oficial. A día de hoy, forman el grupo étnico minoritario más pequeño de Pakistán formado por entre 3.000 y 4.000 personas. Y que por lo que arrojan los últimos estudios, es uno de los grupos de pobladores más antiguos del Asia Central.
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Pero ¿de dónde vienen los Kalash?
Todavía hoy es difícil hablar con certeza del origen de los Kalash o Kalasha. Durante siglos fueron conocidos como una tribu de creencias animistas que vivía aislada en las montañas del Hindu Kush. Se ha repetido hasta la saciedad que los Kalash son los descendientes del ejército de Alejandro Magno que atravesaron estas montañas en su camino a la India hacia el 324 a.C. Pero cuando he preguntado a los habitantes de estas aldeas acerca de su origen, su respuesta siempre era la misma: «no lo sabemos«.
Las leyendas de los Kalash tampoco aportan datos sobre sus orígenes. Hay quien los cree descendientes de las tribus arias que escribieron el Rig Veda, ya que el lenguaje del Kalash es una forma arcaica del indo-ario. Pero tan arcaica que puede ser anterior al sánscrito de los Vedas. Otros dicen que descienden de tribus eslavas de Rusia y el Cáucaso que llegaron hasta estas montañas. En realidad nadie lo sabe.
Los estudios genéticos realizados recientemente han confirmado que no son descendientes de los macedonios de las topas de Alejandro Magno. Y que su origen podría estar en las migraciones de cazadores-recolectores procedentes de Eurasia septentrional. En realidad los Kalash serían los descendientes de los primeros habitantes del subcontinente indio procedentes de la zona occidental de Asia. Esto explicaría por qué la mayoría de los Kalash son de piel blanca y muchos tienen ojos claros.
Su aislamiento secular y sus relaciones endogámicas les habrían permitido mantenerse durante siglos como una isla en medio de un mundo cambiante. Todo un reto y un tesoro viviente para genetistas, estudiosos de las lenguas antiguas y antropólogos.
La particular forma de vida, la cultura, el idioma y la vestimenta de los Kalash inspiraron a Rudyard Kypling para situar en estos valles perdidos una de sus historias más famosas: «El hombre que pudo ser rey». La historia de dos desertores del ejército británico que son tomados por divinidades por los Kalash y gobiernan la región como reyes de Kafiristán. Hasta que los Kalash descubren quienes son en realidad. Si no la habéis leído, os la recomiendo. También podéis ver la adaptación al cine de esta obra que dirigió John Huston en 1975 protagonizada por Sean Connery y Michael Caine.
A finales del S.XIX los Kalash, también conocidos como Kafir, fueron sometidos al Islam en las tierras que ocupaban en Afganistán. Los mulás wahabíes animaban a sus seguidores a esclavizar a las tribus kafir infieles para adueñarse de sus tierras, de sus esposas e hijas. Finalmente sus tierras fueron rebautizadas con el nombre de Nuristán.
Esta persecución les forzó a establecerse en los valles más perdidos de las montañas del Hindu Kush. Por eso hoy sólo es posible encontrar a los Kalash en tres valles remotos del actual noroeste de Pakistán: Bumburet, Birit y Rumbur, en la provincia de Khyber Pakhtunkhwa lindante con Afganistán.
El largo viaje hacia territorio Kalash
Ya sea desde Islamabad, por carretera o en avión, la única forma de llegar a territorio Kalash es pasando por la desangelada ciudad de Chitral. Por tierra son 9 horas de viaje que en invierno se pueden convertir en muchas más cuando el paso de Lowari se bloquea por la nieve y hay que pasar por un estrecho túnel.
En avión, el vuelo dura una hora, pero los vuelos se cancelan un día sí y el otro también si la climatología es adversa. Una vez en Chitral, nos quedan unas dos horas de camino hacia los valles de Bumburet o Rumbur. ¡Y qué camino! El 4×4 es casi imprescindible para poder avanzar por los estrechos senderos de tierra y piedras excavados a pico y pala. En invierno, cuando los caminos se cubren de nieve, la única forma de acceder es a pie.
En nuestro caso venimos de un largo viaje desde Passu en el fantástico valle de Hunza. Son dos días de viaje cruzando Gilgit para adentrarnos en el valle de Ishkoman que separa el Karakorum del Hindukush y Afganistán en el corredor del Pamir Wakhan.
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La carretera de Gilgit a Chitral es una sucesión de ríos y lagos rodeados de bosques de ribera enmarcados en montañas nevadas. Vamos dejando atrás fértiles valles cubiertos de grandes campos y terrazas de cultivo. Finalmente llegamos a la pequeña población de Gupis, donde aprovechamos para entrar en tiendas y panaderías, conversar con unos y con otros, y pasear por su calle principal. Esta gente es tan amable que el propietario de una tienda de abastos, Raja Mohamed Aman, nos improvisó un concierto de cítara acompañado por sus amigos.
A la mañana siguiente seguimos avanzando hacia el oeste cruzando pueblos, aldeas y hermosos lagos como el Kalthi de aguas limpias y trasparentes. Este es el punto de partida para adentrarnos en el valle de Phander, uno de esos lugares del mundo que parecen vivir ajenos al paso del tiempo. La belleza de los paisajes que atravesamos nos hace olvidar las penurias de una carretera que apenas es un camino de tierra y piedras sólo apto para vehículos 4×4.
Paisajes y gentes del valle de Phander a Chitral
El valle de Phander se abre en una inmensa llanura cubierta de hierba salpicada de lagunas a más de 3000 metros. Las montañas enmarcan un paisaje bucólico salpicado de lagunas y riachuelos en el que pastan centenares de yaks, caballos, ovejas, cabras, burros vigilados por sus pastores. Mientras cruzamos el valle me embarga la sensación de vivir un momento único en un lugar único. Desde hace años existe el proyecto de convertir este camino de tierra en una carretera asfaltada. El día que se lleve a cabo, la magia de este lugar desaparecerá para siempre.
Finalmente alcanzamos el puesto de control policial del Shandur Pass a 3.700 m. de altura. Como curiosidad, aquí se encuentra el campo de polo más alto del mundo. Pero lo que realmente me llama la atención son los fascinantes paisajes de la cordillera del Hindu Kush que me rodean. Paisajes que se magnifican cuando iniciamos el descenso por la carretera rodeada de paisajes resecos, hielo y nieve. Esta es una tierra durísima, y así lo reflejan los rostros de los hombres que nos vamos cruzando por el camino.
Las montañas, de laderas ásperas y desnudas de árboles, parecen elevarse hacia el cielo hasta lo cinco o seis mil metros. El único verdor visible es el de los campos cultivados de cebada, trigo, patata y guisantes allá abajo en los lejanos valles. Resulta inevitable pararse continuamente para tomar unas fotos y admirar el espectáculo que se abre ante nosotros. Pero el tiempo apremia, porque en esta regiones remotas del norte de Pakistán las distancias no se miden en kilómetros, sino en horas o días. Y ese es nuestro caso.
El descenso hacia el valle de Chitral es una sucesión de paisajes apabullantes, magníficos, grandiosos. Nos rodean las altas montañas nevadas y los ciclópeos deslizamientos de tierras que arrastran rocas enormes hacia los valles.
Los pueblos se van sucediendo y una parada en cualquiera de ellos es la oportunidad para fotografiar a sus habitantes, la mayoría de ellos de la etnia pastún. Apenas se ven mujeres, a no ser grupos de niñas que van al colegio totalmente tapadas. En realidad sólo se ven hombres por las calles. Pero a pesar del aspecto serio y adusto de algunos de ellos, sobre todo de los barbudos, muestran una amabilidad exquisita. Muchos se extrañan de ver a unos extranjeros, pero pasados los primeros momentos de sorpresa, todo son gestos de bienvenida y sonrisas.
La carretera hacia Chitral sigue siendo pésima. Para hacer 100 km. se tarda entre 4 y 5 horas. Por eso aprovechamos para parar en otro pueblo donde se está jugando un partido de polo al lado de la carretera. De nuevo la sorpresa de ver a unos extranjeros da paso a las bienvenidas, a los saludos respetuosos de los ancianos y autoridades locales, y a la curiosidad de los más jóvenes.
El polo es uno de los deportes favoritos de los pakistaníes y resulta fascinante ver la compenetración de caballos y jinetes lanzados a la carrera. Así como la puntería y habilidad de estos para golpear la pelota con sus mazas entre la marabunta de patas, palos y polvo. Lo que nos dejó sorprendidos fue que en cuanto terminó el partido, varios de los jugadores montados en sus caballos se acercaron para invitarnos a tomar algo a sus casas. Definitivamente, la hospitalidad de los pakistaníes no deja de sorprendernos.
Agotados tras tantas horas de viaje, llegamos a Chitral. Una ciudad fea, desangelada y bulliciosa, pero con el encanto de su centro antiguo repleto de tiendas y comercios abiertos a la calle. Sobre los destartalados edificios se elevan las cúpulas de la mezquita de Sashi Masjid, el edificio más destacable de Chitral. Una ciudad que en sus tiempos fue la capital de los Kalash, pero que hoy es totalmente pastún.
Los valles Kalash, islas de resistencia
La bruma de la mañana cubre el valle y la ciudad de Chitral. Al fondo se eleva imponente el pico nevado de Tirich Mir, el Monte Olimpo de Chitral, donde los Kalash creen que van cuando mueren, y donde se congregan sus espíritus.
La carretera plagada de camiones decorados con el recargado y colorido estilo pakistaní, da paso a un camino al desviarnos hacia el pueblo de Ayun. Desde aquí, el camino de tierra y piedras es estrecho y polvoriento, cortado a pico y pala en la ladera de la montaña. Apenas cabe un coche, y cuando se cruzan 2 vehículos es preciso hacer maniobras de malabarismo al borde de los barrancos.
Tras varios kilómetros llegamos a un puente suspendido controlado por un puesto de policía. Estamos en la entrada a territorio Kalash. Hacia la izquierda se va a Bumburet, donde la población pastún venida del sur se está convirtiendo en mayoritaria. Hacia la derecha se va hacia el valle de Rumbur, una zona más remota y auténtica de aldeas donde se conservan las construcciones y el estilo de vida tradicionales de los Kalash.
Nuestro destino es una de las aldeas del valle de Bumburet donde nos alojaremos en la casa de una familia Kalash. El ascenso por el valle rodeado de árboles y cuidados campos de cultivo es de gran belleza. Me parece increíble pensar que estamos llegando a los últimos reductos de una cultura milenaria que se desvanece.
Unos totems en forma de figuras humanas esculpidas en madera nos introducen a una realidad muy alejada del mundo musulmán imperante en Pakistán. Se llaman «kundurik» y más adelante me contarán que, cuando un hombre muere sin hijos, se tallan para que simbólicamente deje algo en la tierra.
¡ISHPATA! Una niña vestida con su tradicional y colorido traje nos da la bienvenida al llegar a la casa donde nos vamos a hospedar. Ishpata, una palabra que también se utiliza para saludar y dar las gracias. Una palabra que se evita en los colegios donde los profesores musulmanes enseñan en urdu y nos dicen que allí se saluda con el «Salam Aleikum».
Es una más de las múltiples señales que nos indican que los Kalash son una etnia con los días contados. Estas aldeas son las últimas islas de resistencia de un mundo ancestral que parece condenado a desaparecer ante el avance imparable del islamismo oficial.
Pero estamos en primavera y los Kalash se preparan para celebrar una de sus festividades más importantes. Son días para reunirse, cantar, comer, bailar y festejar que una vez más la Naturaleza renace tras el largo invierno.
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