Los karo en la encrucijada.

Apenas quedan 1500 miembros de la etnia de los karo o kara, la más pequeña de todas las que hay en el sur de Etiopía. Por eso poder visitar uno de los tres poblados donde viven a orillas del río Omo se convierte en algo muy especial. Los karo se definen a sí mismos como «los comedores de pescado«, porque en su lengua kara significa pescado .

La aldea de Korcho está ubicada al borde de un acantilado que domina uno de los meandros del río Omo. El paisaje del río y la sabana vestida de verde extendiéndose hasta las montañas es hipnótico. A lo lejos una tormenta descarga agua sobre la llanura anunciando el final de la temporada de lluvias. Aquí la magia de África se siente y se respira en el aire. Como en todos los poblados que visitamos los gritos excitados de los niños pregonan la llegada de los  farangi, los extranjeros blancos.

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Por unos instantes el tumulto que se organiza por la llegada de los farangi eclipsa la belleza del entorno salvaje. A lo lejos, en la orilla arenosa del río, veo algunos cocodrilos del Nilo tomando el sol. Estoy rodeado de hombres con el cuerpo y la cara pintados. Sus miradas son altivas y orgullosas, al igual que la de las jóvenes vestidas de collares y pulseras de colores que se acercan a conocer a los extranjeros. En el borde del acantilado un grupo de karo nos miran fijamente sin moverse apenas.

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La llegada a cualquiera de los poblados de las etnias que pueblan el valle del Omo siempre es impactante. Es como descubrir mundos diferentes cada día, gentes distintas, rostros nuevos, formas de vida y rituales desconocidos. Sólo hay algo que se repite. El hecho de tener que negociar con los jefes del poblado un precio para poder acceder y fotografiar sin tener problemas. Algo que hay que saber cuando se visitan las tribus del valle del Omo, y que os cuento aquí con todo detalle: Aventura fotográfica en el sur de Etiopía: manual de supervivencia

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La aldea de Korcho

La de Korcho es una de las 3 aldeas donde viven los karo, etnia emparentada de lejos con los hamer y los banna. Las tres comparten el mismo tronco lingüístico, así como muchos rituales costumbres y ceremonias. El del salto del toro que hacen los jóvenes como ritual de paso a la edad adulta es el más importante de todos ellos. Esto, y que los karo son pocos, explica que haya una buena relación entre ellos. En realidad los karo viven en territorio hamer aunque éstos ocupan las colinas que rodean el valle a cierta distancia del Omo. Esta cercanía explica porque en el poblado de Korcho pude ver algunas mujeres hamer conviviendo con ellos.

Hace tiempo los karo ocupaban ambas orillas del río, pero su número se vio reducido notablemente por una serie de plagas provocadas al parecer por la mosca tse tse que diezmaron su ganado. Además la llegada de los Nyangatom desde la zona de Sudán, más numerosos y armados con armas de fuego, les forzó a replegarse a su ubicación actual.

Todo esto provocó que los karo pasaran de ser semi nómadas a establecerse en la orilla oriental del Omo. Aunque mantuvieron parte de su ganado vacuno como símbolo de estatus social, este no tiene la importancia económica que posee para el resto de los pueblos del valle del Omo. Por eso sus rebaños están formados sobre todo por cabras y ovejas. Además se dedican a la pesca y al cultivo de sorgo, calabazas y maíz aprovechando las crecidas estacionales del río.

La decoración corporal de los karo

A primera vista lo que distingue a los karo es la decoración a base de tiza blanca con la que los hombres decoran sus cuerpos. Las mujeres la combinan con ocre rojizo además de con la profusión de colgantes, pulseras de metal y collares de colores.

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Para los karo la apariencia física es fundamental. Decoran sus cuerpos con escarificaciones y todo tipo de diseños de pintura a base de puntos, líneas, huellas de manos y círculos. Además, algunas mujeres hacen un agujero en su labio inferior para colocar flores, piezas metálicas o palos de madera. El resultado es como un cuadro impresionista donde el blanco y el color de las flores destaca sobre la tonalidad oscura de la piel. Además de su función estética, a las mujeres las hace más atractivas y a los hombres más amenazadores ante posibles rivales.

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Todo aquí es real y auténtico

Tengo la suerte de que uno de estos hombres jóvenes llamado Ayiko Kere se acerque para iniciar una conversación en un más que aceptable inglés. Tiene 23 años y está finalizando sus estudios universitarios. Con su más de metro ochenta, su impactante decoración corporal y apenas vestido con una pieza de tela me rompe los esquemas. Le pregunto si vive en Korcho y si todo lo que vemos es una representación para turistas. Sonríe y me dice que le acompañe.

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Llegamos junto a una gran choza a cuya entrada está sentada una mujer anciana.»Es la casa de mis padres. Esta es mi madre», me dice. «Dentro está mi padre. Le acaban de operar y han tenido que amputarle un pie por una infección».

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Me invita a entrar en su ono, la cabaña y hogar familiar hecha de madera con techo cónico y paredes recubiertas de barro. Allí, en la penumbra del interior, un hombre anciano dormita. Ayiko se acerca y le musita unas palabras. El hombre intenta incorporarse sobre un brazo para saludarme, mientras le digo a Ayiko que deje descansar a su padre. En estas condiciones creo que todos intuyen que a este anciano no le queda mucha vida por delante. Por eso Ayiko está en Korcho y no estudiando. En ese momento todas mis dudas desaparecen. Todo lo que vemos en el valle del Omo es tan real como la vida y la muerte.

A la salida, tras despedirnos de su madre, me habla de la aldea y de sus costumbres. Me lleva a recorrer los cercados de los animales sorteando las gappa, las cabañas secundarias, así como los pequeños almacenes elevados para el grano. Le pregunto a Ayiko si tiene novia, y con un gesto negativo rechaza la idea. Me dice que no tiene novia porque él y sus estudios son el futuro de su familia y se debe a ellos totalmente. Etiopía se está abriendo a un nuevo futuro y los más jóvenes saben que son los destinados a construirlo.

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Mientras caminamos de nuevo hacia la explanada que se eleva sobre el Omo, me atrevo a preguntarle por el mingui. Me mira un instante en silencio y girándose hacia el río me dice que ya no se practica, que está prohibido. El mingui es el infanticidio de los niños que nacían con algún defecto físico, que eran impuros o fruto de una relación no aceptada por la comunidad. Y era una práctica habitual entre muchas de estas etnias. A pesar de las prohibiciones, todavía hoy un bebe nacido fuera del matrimonio o con un defecto físico sigue siendo una señal de mala suerte para la familia y la comunidad. Si se sigue practicando o no, nadie se lo va a decir a un farangi.

Cambio de tema y le pregunto a Ayiko sobre su particular sentido de la estética y la forma de decorar sus cuerpos. Me señala a unas mujeres y acercándonos me responde: «Beauty«, belleza. Ellas sonríen y me reclaman para hacerles unas fotografías. Las que están casadas llevan brazaletes por encima del codo.

Me sorprende el peinado de una mujer, al parecer de los más característicos entre los karo. Se hace recogiendo el cabello en trenzas diminutas y cubriéndolo con mantequilla y barro de color ocre. Me recuerda el que se hacen las mujeres hamer pero mucho más corto. Es un peinado que se tarda en hacer varios días y que se rehace cada cierto tiempo.

A veces los hombres se rematan con elementos decorativos como largas plumas de avestruz simbolizando valor y coraje. En el caso de las mujeres una pluma más pequeña significa que acaban de ser madres. Las jóvenes también se adornan con flores o afeitándose los laterales de la cabeza dejando una mata de pelo muy corto en lo alto.

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La vestimenta, tanto en hombre como mujeres, se reduce a una pieza de tela o cuero decorada con pequeñas conchas. Y poco más. El resto son adornos y complementos.

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En el caso de los hombres no puede faltar el omnipresente AK47, que más que un arma es un símbolo de estatus social. Al parecer si un hombre joven se quiere casar ha de poseer uno para demostrar que es capaz de defender a su familia. Tampoco falta el borkoto, una pieza de madera tallada usada como taburete y reposacabezas por casi todas las hombres del valle del Omo.

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Fotografío a un anciano sentado en su borkoto con un Kalashnikov entre las manos. Se ha sentado solo y lejos de todos. Quién sabe qué estará pensando o qué estará recordando. Quizás los tiempos en los que los karo dominaban territorios más amplios y no eran una comunidad  tan reducida. Quizás en los cocodrilos del río, animales con los que los karo tienen que convivir cada vez que se acercan a pescar. O en lo pesados que somos los farangi que venimos a romper la rutina y la calma del poblado. Su poblado.

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Hay muchas cosas que me gustaría saber sobre las creencias de estas gentes. Si conservan sus antiguas tradiciones, o de cómo viven la llegada de un progreso que se les viene encima de forma inevitable. Ayiko me pide que nos hagamos unas fotos y se despide.

A nuestro alrededor la aldea es un ir y venir de niños y de gente que me reclama para hacerles unas fotos a cambio de unos birr. Sí, todo este mundo es real y merece la pena vivirlo.

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El valle del Omo es una fuente inagotable de sorpresas. Un cara a cara con la vida que a cualquiera con una mínima sensibilidad le obliga a replantearse muchas cuestiones. La visita que hice al día siguiente a los dassanech no hizo más que reafirmar esta idea. Pero esto os lo contaré en la próxima entrega de estos » Diarios de viaje al sur de Etiopía«.

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