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El Palacio de Topkapi.

Si existe alguna manera de acercarnos a la forma de vida, riqueza y suntuosidad en la que vivían los sultanes del Imperio Otomano, esa es visitando el Palacio de Topkapi. Desde 1461 y durante 400 años las residencias del palacio se fueron ampliando y enriqueciendo hasta que a mediados del XIX llegó a albergar a unas 5.000 personas. 

En 1855 el sultán Abdülmecit decidió trasladar a los funcionarios gubernamentales y a los miembros de la familia imperial al nuevo Palacio Dolmabahçe de estilo occidental. Tras la caída del Imperio Otomano en la I Guerra Mundial, Atatürk convirtió en 1924 al Topkapi en museo. Además de su importancia histórica como sede de la administración otomana, aquí se encuentran los edificios del Sultán, el Harem donde residía su familia y el museo del tesoro imperial. Hasta que se abrió como museo el acceso a la mayor parte del Palacio de Topkapi estuvo restringido a muy pocas personas manteniendo un halo de misterio y secretismo que dio pie a numerosas leyendas e historias de intrigas palaciegas. Tras unos días recorriendo el centro de Estambul ha llegado el momento de visitar el que fue el epicentro del poder del Imperio Otomano durante varios siglos.

El Palacio de Topkapi, o Topkapi Sarayi, está situado muy próximo a Santa Sofía en una colina que domina estratégicamente el mar de Mármara, la entrada al Cuerno de Oro y el acceso al Bósforo. Cinco kilómetros de murallas rodeaban el recinto defendido por numerosos cañones. Recinto que hoy podemos recorrer admirando las magníficas vistas de Estambul y del Cuerno de Oro desde las alturas de sus patios y balconadas. El acceso al recinto principal del Topkapi de hace a través del Patio de los Jenízaros. Todavía hoy se pueden ver desfiles que recuerdan a aquellos valientes guerreros, uno de los más conocidos cuerpos armados del ejército otomano.

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Aunque hay otra entrada en la Alemdar Cadessi por donde se accede directamente al Museo Arqueológico, la puerta principal es la llamada Bab-i Hümayun. Está vigilada por dos soldados y se abre en la muralla que rodea el complejo palacial junto a la fuente de Ahmed III, justo detrás de la basílica de Santa Sofía. Aparece entonces una gran explanada ajardinada con grandes árboles, el Patio de los Jenízaros, y un sendero que conduce directamente a las taquillas. Desde aquí se accede a la gran entrada del palacio, la Ortakapi Puerta del Saludo, enmarcada en un gran pórtico amurallado y guardado por dos elegantes torres octogonales. A primera hora todavía no hay mucha gente pero a partir de las 11 de la mañana los jardines, los accesos a los distintos edificios, los patios y los museos se llenan de grupos de turistas. Vamos, que a las 9 de la mañana hay que estar en las taquillas para pasar por caja y pagar las 40 LT que cuesta la entrada si se quiere disfrutar de un par de horas de relativa calma.

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Tras pasar por debajo de la Puerta del Saludo y superar el correspondiente control de seguridad accedo a un gran patio ajardinado, el Patio del Diván, y me dirijo disparado hacia las taquillas del Harem. En todas las guías se insiste en que es imprescindible, fundamental, indispensable e ineludible una visita al Harem a primera hora antes de que sus estancias se llenen de hordas de turistas. Además la palabra “harén” evoca en nuestras mentes occidentales imágenes de hermosas odaliscas semidesnudas bañándose entre gasas en piscinas vigiladas por musculosos eunucos nubios. En realidad el término harem significa “lo prohibido”.

Así que allá voy con mis 25 LT preparadas para pagar el boleto y entro por la Puerta de Carruajes en los misteriosos recintos donde se desarrollaba la vida de esposas, concubinas e hijos del Sultán. Aquí estaban custodiados por eunucos africanos, y es que si había alguna infidelidad y la criatura salía de color oscuro, estaba claro que algún eunuco mal castrado era el responsable. El Harem era una jaula dorada ya que una vez dentro a casi ningún miembro de la familia se le permitía salir. Durante generaciones el principal heredero mataba a todos sus hermanos cuando era nombrado Sultán para evitar golpes de estado. Esto provocó que los asesinatos infantiles se sucedieran sin descanso. Las diferentes esposas de Sultán ambicionaban posicionar a sus hijos en la carrera al Sultanato lo que las empujaba a una frenética lucha de intrigas y asesinatos de los hijos de las otras esposas. El Harem se convirtió así más en un campo de batalla sin cuartel que en el lujurioso lugar donde se practicaban los más lúbricos placeres orientales, imagen idealizada por los autores románticos de la Europa del XIX.

Al menos 500 personas llegaron a vivir encerradas en las diferentes habitaciones y dependencias de esta especie de cárcel familiar rodeadas de todo tipo de lujos y comodidades. La sucesión de salas, pasillos laberínticos, patios y habitaciones decoradas con exquisitos azulejos y ventanas con vidrieras de todos los colores no deja de ser sorprendente. Así como las paredes y cúpulas repletas de azulejos de Iznik, las celosías, el trabajo de marquetería en puertas y ventanas y las maderas lacadas. Desde el patio se pueden ver las celosías que ocultaban de miradas ajenas a los familiares del Sultán que hacían su vida en el segundo piso y que tenían prohibido salir de allí.

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Pero el acceso a las habitaciones privadas del segundo piso está cerrado y me quedo con las ganas de ver más pues allí se encerraba a los hermanos del Sultán una vez que se decidió acabar con el sinfín de asesinatos familiares. Es cierto que la Sala del Emperador o la de Murat III que se conservan en su estado original con sus chimeneas de bronce y sus azulejos verdes y azulados son magníficas, pero me esperaba algo todavía más espectacular. Finalmente me quedo pensando que sin duda mi visión esté deformada tras haber visitado tantos palacios y museos.

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La salida a través de largos pasillos sin decoración me lleva de nuevo al Patio del Divan, llamado así porque aquí se encuentra el Diván donde se reunía el Sultán con los gobernantes de su imperio para tomar las decisiones que afectaban a sus millones de súbditos. La sala, sin ser de grandes dimensiones, está decorada tanto en su interior como en su exterior de manera preciosista y es uno de los edificios más hermosos de Topkapi. En el Diván todavía se conserva una ventana enrejada tras la cual se ocultaba el Sultán para escuchar las deliberaciones de sus ministros sin ser visto.

Justo al lado se encuentra la Colección de Armas donde se exhibe un curioso y sorprendente muestrario de armas entre las que sobresalen enormes espadas, arcabuces y pistolas ricamente decorados, dagas, escudos y pesadas armaduras. De nuevo en el patio accedo a través de la Puerta de la Felicidad al tercer patio, lugar donde se desarrollaba la vida privada del Sultán. Aquí se encuentra la Sala del Trono donde recibía a los embajadores o la Biblioteca de Ahmet III un elegante edificio de mármol erigido en 1719, pero vacío de libros. Mirando a la derecha veremos la entrada a la Colección de Vestidos Imperiales que visito rápidamente y es que ya se empieza a formar una larga cola en la entrada a las dependencias del Tesoro Imperial, así que sin perder más tiempo me dirijo hacia allí. Las dos salas principales resguardan tras sus vitrinas blindadas piezas exquisitas de joyería como la daga de Topkapi o uno de los diamantes más grandes del mundo. No son muchas piezas, pero son realmente maravillosas. Este es sólo un pequeño muestrario de las joyas acumuladas por los sultanes durante los siglos en que dirigieron el Imperio Otomano ya que sólo se expone el 10% por falta de espacio y personal.

Por desgracia tanto aquí como en la Colección de Armas y demás salas de exposiciones está terminantemente prohibido hacer fotografías. El personal de vigilancia se conoce todos los trucos del “fotógrafo invisible”. Pero aún así, y con mucho disimulo, pude conseguir alguna que otra imagen.

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Desde una de las salas del Tesoro Imperial se accede a un gran balcón que se abre al exterior con unas vistas magníficas sobre el Bósforo. Terminada la visita a las dependencias del Tesoro veremos unos accesos en el exterior que conducen al cuarto patio donde se encuentra el restaurante y una cafetería con terraza. Las vistas desde aquí también son estupendas pero si te sientas a tomar algo vas a pagarlo muy caro ya que como no hay ningún otro lugar donde comer o beber los precios son abusivos. Mejor ir preparado con algo en la mochila y comer una vez que estemos fuera del Topkapi.

En este cuarto patio hay una serie de jardines y paseos que nos conducen al preciosista Pabellón Baghdad construido en 1639 por Muhrat IV para conmemorar precisamente la captura de Baghdad por los otomanos. Su decoración de azulejos blancos y azules es de gran elegancia, pero lo mejor son las vistas que se tienen de Estambul desde los paseos exteriores. La vida de la ciudad palpita ahí abajo con el intenso tráfico de barcos en el Cuerno de Oro enmarcado por las cúpulas y minaretes de las mezquitas como la de Solimán, o la esbelta silueta de la Torre Gálata ubicada justo enfrente. Este es sin duda un punto de gran actividad fotográfica.

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Tras unas cuantas horas en el Topkapi el hambre aprieta y me dirijo hacia la salida, no sin antes pasar por uno de los lugares donde se guardan más reliquias del Islam, el Pabellón del Manto Sagrado. No soy amante de reliquias ni cristianas, ni musulmanas ni de otro tipo. Por eso el hecho de ver el supuesto bastón de Moisés además de un pelo y un diente de Mahoma me ha dejado indiferente. Eso sí, una vez más vuelvo a constatar que casi todas las religiones precisan de este tipo de objetos materiales para sustentar su fe. Incluso aquellas consideradas no iconoclastas o que prohíben la representación humana o divina como la musulmana.

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Hacia el Mercado de Especias y la Mezquita Nueva o Yeni Camii

Desde el Patio de los Jenízaros hay una salida que pasa por el Museo Arqueológico cuya visita  dejo para otro día. El olor de los restaurantes, cafés y pastelerías que pueblan la calle Hüdavedingar Cd. me llama, así que me detengo para tomarme un Kofte, unas albóndigas de carne a la parrilla con arroz y ensalada acompañadas de un par de Ayran. La comida es sencilla pero deliciosa y así, con el estómago lleno, recorro esta animada calle donde abundan los pequeños hoteles y negocios de todo tipo. La calle y las aceras son tan estrechas que hay que tener cuidado con los tranvías que pasan rozándome las orejas hasta que llego al cruce con la Ankara Cd. A mi derecha se encuentra la estación de tren de Sirkeci donde tenía y todavía tiene parada final el Orient Express proveniente de Venecia, pero sigo de frente hacia el Legacy Ottoman Hotel, uno de los más lujosos de Estambul.

Unos metros más adelante se abre una gran explanada abarrotada de gente. A mi derecha queda la elegante estructura de la Mezquita Nueva o Yeni Camii y a la izquierda se abre un gran mercado cubierto donde se venden animales, flores y plantas junto a una plaza llena de terrazas donde tomar el té y unos dulces donde los camareros asaltan a todo el que pasa por delante. Un poco más atrás una construcción baja y sin ventanas esconde en su interior el famoso Mercado Egipcio o de las Especias. Atravieso el mercado lleno de pájaros, gallinas, verduras y botellones donde flotan oscuras sanguijuelas hasta una de las puertas de acceso a este mundo repleto de olores que satura el olfato nada más atravesarla. Entro en un mundo donde el olor dulzón a canela, cardamomo, pimienta, te y todo tipo de plantas medicinales flota por este viejo almacén de altos techos donde las tiendas no sólo se especias, sino también de esponjas, frutos secos y mil y una cosas se arraciman pegados a los muros.

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Construido en 1600 para comerciar con todas las exóticas especias provenientes de Oriente, debe su sobrenombre de egipcio debido a la intensa relación económica y comercial que mantuvo desde sus inicios con Egipto. Desde el XIX los turcos se hicieron con el control del mercado y desde entonces sus abarrotados puestos se llenan de clientes que buscan caviar iraní, pastelitos y dulces turcos, té de todos los sabores, hierbas medicinales, pistachos, azafrán, bandejas y teteras de plata y un sinfín de productos presentados a granel o en coloridos tarros y cajas. La verdad es que este es un lugar más apropiado para ver, disfrutar, sentir y oler que para comprar. Aunque es más pequeño que el Gran Bazar, su ambiente todavía un tanto exótico le confiere un encanto especial y lo convierte en otra de las visitas imprescindibles en Estambul.

Aunque a la Yeni Camii se le denomine la Mezquita Nueva, tiene 400 años de antigüedad. Situada estratégicamente frente al Puente Gálata, los muelles y la estación de autobuses y junto a la parada de metro y el Mercado de las Especias, ofrece a su alrededor todo un espectáculo de la febril actividad en la que hierve esta urbe. Entre los turistas, la gente que acude al mercado, los fieles que acuden a rezar a la mezquita y los cientos de palomas que ponen todo perdido con sus excrementos, se mezcla algún que otro aguador que ofrece té a los viandantes y numerosas mujeres con niños pequeños.

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Al interior de la mezquita se accede tras subir unas escalinatas que dan paso a un patio porticado con una fuente hexagonal decorativa en el centro. El interior de la mezquita es sorprendentemente grande y la luz de la tarde ilumina los azulejos de Iznik cuyos suaves colores azulados salpicados de rojos contrasta con el suelo alfombrado en un tono azul. La decoración de paredes, muros y cúpulas es de tal  elegancia que de nuevo mi mente se pierde en divagaciones sobre el exquisito gusto de los constructores y decoradores de hace cinco siglos. La Mezquita Nueva es otra de las obras maestras del arte religioso otomano y es uno de esos lugares que invita a la oración, a la introspección o a la simple contemplación de la belleza de sus mosaicos y pinturas.

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Es la hora de la primera oración de la tarde y los fieles, casi todos hombres, se dirigen corriendo hacia el mihrab. Mientras tanto las pocas mujeres se dirigen a un espacio casi oculto en la parte trasera del perfecto cuadrado que forma el interior de la mezquita. Los cánticos, las voces graves, la luz suave y la majestuosidad del espacio convierten esos pocos minutos de oración en un momento de recogimiento personal e introspectivo. A la salida, entre el tumulto de personas que llenan la plaza, entiendo cada vez mejor el empuje y la fuerza expansiva que tiene en un mundo cada vez más carente de valores la religión musulmana.

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Atardecer desde la Torre Gálata

Tras sumergirme entre la muchedumbre que invade a estas horas los muelles de Eminonu camino tranquilamente por las anchas aceras del Puente Gálata disfrutando de las vistas de la ciudad, del ajetreado tráfico de lanchas y barcos en las orillas y del gesto concentrado de los pescadores que  pasan aquí el día. Sorteando aparejos, sedales, anzuelos y cañas de pescar entre cubos llenos de agua donde se mantienen frescas las capturas del día, llego a la otra orilla, al barrio de Galata Kulesi. A la izquierda, entre humeantes puestos ambulantes de comida, descubro uno de los mercados de pescado fresco al aire libre que todavía quedan en Estambul. Los pescaderos anuncian su las excelencias y frescura de su mercancía a viva voz entre el gentío que recorre los diferentes puestos. Y la verdad es que el pescado fresco está porque una especie de boquerones que nadan en los cubos llenos de agua, saltan a las aceras como intentando escapar de su inexorable destino.

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Me quedo sorprendido por la escasa variedad de pescado y por los exorbitantes precios que alcanzan doradas, salmones, gambas o calamares. No me extraña que aquí todos se dediquen a cocinar los económicos filetes de caballa que me han dicho se importa congelada de Noruega, o los pequeños boquerones que fríen por todas partes. Y es que en los extremos de este mercado se abre un pequeño puerto salpicado de restaurantes con terrazas donde la especialidad claro está, es el pescado. Y apunto el lugar para regresar a cenar tras la visita a mi objetivo de la tarde: la Torre Gálata.

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Estoy en la Plaza Karaköy y tengo que cruzar las calles como el resto de los viandantes: corriendo y esquivando coches pues aquí no hay semáforos, no hay pasos de peatones…aquí se han olvidado de ellos. Desde la plaza parte el funicular Karaköy-Tünel que llega hasta las cercanías de la torre, pero hace buena tarde y decido subir caminando. Enfilando la calle Kemeralty veo un cartel que señala a la Torre Gálata por una estrecha calle plagada de pronuncias escaleras que asciende entre edificios de feas fachadas y aceras rotas. El aspecto de la calle no infunde confianza, pero hay gente que sube y baja tranquilamente, así que allá voy. Tras 10 minutos de ascenso entre callejuelas donde se acumula la basura en un barrio eminentemente degradado alcanzo una placita donde tiendas de ropa, cafés y terrazas le dan un aspecto más amigable a la zona. De pronto tras una esquina, me topo de frente con la Torre Gálata. Su tamaño sorprende en la cercanía porque es una construcción realmente grande.

La Torre Gálata fue construida sobre otra anterior de origen bizantino por los genoveses a mediados del S.XIV como parte de un recinto amurallado que debía proteger la ciudad de los ataques de los otomanos. Su estructura circular con muros de casi 4 m. de espesor en la base y una altura de 61 metros de altura que se eleva sobre la colina de Gálata es visible desde casi todo Estambul. Tras la toma de la ciudad, la torre se convirtió en prisión, observatorio astronómico y torre de vigilancia de incendios hasta hoy, que alberga un conocido restaurante que ameniza las cenas de sus clientes con actuaciones en directo por unos 65€ por persona. Pero las colas de visitantes ante su escalinata de entrada se forman para subir hasta su mirador desde donde se tienen unas vistas panorámicas de toda la ciudad, del Bósforo y del Cuerno de Oro que quitan el aliento.

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Tras pagar la entrada se accede al restaurante en ascensor y de aquí por unas escaleras hasta el estrecho balcón que rodea la torre y que sirve de mirador en 360º. Estoy en hora punta y hay que buscar los mejores lugares para hacer fotos del atardecer entre codazos y empujones. Parece increíble que en un espacio tan estrecho quepa tanta gente y dudo de que la barandilla de hierro pueda soportar la presión arrojándonos a todos al vacío. Uno de los empleados de la torre intenta agilizar el tránsito de los que quieren subir y de los que quieren bajar agobiados por el gentío y el trasiego de cámaras de fotos y de video a la altura de la cara, pero sus intentos son inútiles. Me extraña que todavía no se haya caído nadie o haya saltado al vacío en su desesperación o empujado por el que tiene al lado y quiero un mejor ángulo para su foto. Desde aquí tengo vistas de la parte asiática de Estambul con la entrada al Bósforo y el acceso al mar de Mármara. Enfrente está Sultanahmet con el Palacio Topkapi, Santa Sofía, la Mezquita Azul, el Puente Gálata, la Mezquita Nueva y al fondo a la derecha la Mezquita Suleimaniya.

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De repente la voz de un muecín se alza sobre las sombras de la ciudad cuando el sol cae tras el horizonte, seguido del coro de voces de los muecines de las diferentes mezquitas. Todos los que estamos en el mirador nos quedamos quietos y en silencio para poder, por fin, admirar paralizados ese momento mágico. Sólo por esos minutos ha merecido la pena subir hasta aquí, hacer cola, pagar entrada y luchar a brazo partido por una buena posición en este incómodo mirador.

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Agotado por el ajetreado día y la lucha en lo alto de la Torre Gálata desciendo por las mismas calles hasta uno de los restaurantes situados cerca del mercado de pescado mientras a mi alrededor familias y grupos de amigos disfrutan de la suave temperatura de la noche con una cena al borde del mar. Me apunto a unos calamares y una dorada acompañados de arroz. Las raciones no son gran cosa, el pescado está seco y los precios son caros… Finalmente una noche más regreso agotado a Sultanahmet en el tranvía que me deja frente a Santa Sofía con la cama del hotel ocupando mi mente. Esa noche el muecín no consiguió despertarme con sus gritos y cánticos de las 5 de la madrugada.

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