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Estambul y la imprescindible excursión por el Bósforo.

La animación y el tráfico de gente y vehículos a estas horas es abrumadora en el Puente Gálata en pleno Cuerno de Oro. Pero lo más sorprendente es que ese tráfico es todavía más intenso en la superficie del agua. Barcos, barquitas, lanchas y transbordadores de todos los tamaños salen de puerto. Esto es Estambul.

Hace un par de horas estaba admirando la belleza sin igual de la Mezquita Azul. Y después bajo tierra visitando en silencio la Gran Cisterna de la Basílica frente a Santa Sofía. Así de intenso es este espacio único del centro de Estambul que es Sultanahmet. Ahora, junto al guía que lideraba la excursión de turistas, un autobús nos llevaba al embarcadero de Eminönu situado frente a la Mezquita Nueva. Todos estábamos expectantes por subir a ese barco que nos llevaría por las dos orillas del Bósforo. De Europa a Asia y de Asia a Europa.

Al llegar todos miramos asombrados la loca coreografía acuática de todo tipo de naves enmarcada por las dos orillas europeas que conforman Estambul. De un lado sobresalen los minaretes de las mezquitas; del otro el apiñamiento de feos edificios más modernos. Pero es allí, elevándose sobre los tejados de la ciudad, donde aparece por primera vez ante mis ojos la inconfundible figura de la Torre Gálata.

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Estaba viendo y disfrutando de Estambul en su más ajetreada plenitud. Sobre todo de la animación del Puente Gálata con sus restaurantes al aire libre y sus hileras de pescadores que pescaban con largas cañas. También del loco vaivén de las barcas-restaurante del muelle donde se fríe el pescado en grandes planchas humeantes provocado por el oleaje de los grandes barcos. Mientras tanto las orillas del puerto son un hervidero de gente que come, compra y vende, entra y sale… En ese momento sobre el Cuerno de Oro resuena el canto inicial del muecín de la Mezquita Nueva. Pronto es seguido del coro de voces del resto de mezquitas que inundan el aire de toda Estambul. Igual que viene sucediendo cada día desde hace ya casi seiscientos años. La única forma de hacerse una idea más completa de cómo se siente esta ciudad es a través de sus sonidos:

Salimos de uno de los embarcaderos de Eminönu en un viejo barco que tiembla y se estremece cada vez que el patrón maniobra atrás y delante para evitar colisionar con otros barcos. Cruzamos por debajo del Puente Gálata dejando a nuestra derecha los edificios del Palacio de Topkapi. Vamos directos hacia la orilla de enfrente donde se encuentra la Torre Dolmabahçe, la mezquita de Sultán Camii y el Palacio de Dolmabahçe. La travesía continuó bordeando las lujosas instalaciones deportivas de la piscina del Galatasaray ubicada en una pequeña isla. Y de las discotecas y clubs nocturnos a orillas del Bósforo en el barrio de Ortakoy como Reina o Pasa. Aquí se ubican los lugares más de moda de los que sólo pueden disfrutar los más adinerados de la ciudad.

Pasamos frente a la hermosa Mezquita de Büyük construida en la misma orilla del Bósforo. Luego por debajo del Puente Bogaziçi, uno de los que une las orillas asiática y europea de Turquía. Este estrecho canal ha sido desde tiempos inmemoriales el único acceso desde el mar de Mármara y el Mediterráneo al mar Negro. Ese mar que los griegos llamaron el Pontos Euxinos, y cuya importancia estratégica está en las bases de la fundación de Bizancio. Entonces el barco giró hacia la costa asiática donde las “yalis”, villas residenciales de madera, se asoman al mar con sus propios embarcaderos mientras otras retrepan entre la vegetación de las colinas. En las orillas los hombres pescaban o se bañaban para refrescarse del calor de la tarde. En el barco el personal de a bordo nos ofrecía un delicioso té de manzana,  y siempre servido en vasitos de cristal como se hace en Turquía.

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Por fin hacemos una parada en el puertecito de Usküdar Iskele para pisar el continente asiático. Desde el embarcadero hay un acceso a un paseo al borde del mar donde varias terrazas y restaurantes se arraciman a los pies de su pequeña mezquita. Son unos minutos para estirar las piernas, tomarse algo, dar un paseo entre pescadores o comprar algo a los vendedores de nueces y pistachos. Se celebra una boda y los invitados forman una extraña procesión festiva de vestidos de noche occidentales, velos, hiyabs y rostros de rasgos asiáticos y occidentales. Esto es Turquía, donde Europa se encuentra con Asia.

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Durante el trayecto de regreso bordeamos la costa asiática de la población de Usküdar y pasamos por delante de un pequeñísimo islote llamado Kiz Kuseli. Allí se levanta una especie de faro reconvertido en restaurante donde según dice el guía no se come muy bien. Atardece y vemos como lentamente se van encendiendo las luces de Estambul desde la Torre Gálata a los confines del Cuerno de Oro.

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El silencio se hace en la cubierta del barco mientras todos los pasajeros nos regalamos la vista con este momento único. Mientras tanto la animación en las calles y en los muelles del puerto alcanza su apogeo con el trasiego de gente que sale del trabajo y vuelve a sus casas. Al desembarcar, el puerto es un ir y venir de gente que busca algún sitio donde sentarse a comer el típico bocadillo de caballa o una mazorca de maíz. Balanceándose en el mar con el vaivén de las olas, las barcas-restaurantes iluminadas con luces de colores, fríen en grandes parrillas los filetes de pescado. El aire de la ciudad se cubre de un intenso humo con olor a fritura.

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Decido ir a probar en los restaurantes que hay bajo la estructura del Puente Gálata. Mientras me fijo en las raciones que sirven en las terrazas, me asaltan los encargados de los locales. Uno dice llamarse “Farrukito”, el otro “Meksi”, y así uno tras otro. Los comensales sentados en las terrazas son casi todos extranjeros guiados hasta aquí por las típicas guías de turismo. Tras observar los 4 aros de calamar y el pescado seco que les sirven con un poco de arroz a precios desorbitados, confirmo lo que ya me temía desde el principio. Para evitar al insistente Farrukito y compañía asciendo por las escaleras que dan acceso a la parte superior del puente entre un insoportable olor a orines. Los últimos pescadores están recogiendo sus bártulos y me dirijo de nuevo a la zona de los embarcaderos a los pies de la Mezquita Nueva. Hay gente por todas partes y no es fácil hacerse con un sitio, pero al final consigo pedir uno de esos bocadillos de caballa por el que me intentan cobrar el doble que al resto del personal…Claro, estoy en Turquía y aquí el que no corre, vuela.

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Ya cansado me subo al tranvía (2LT) que me lleva a Sultanahmet y regreso al hotel dando un paseo por el Hipódromo. El ambiente es tranquilo y es un placer pasear con la perspectiva de las cúpulas y los minaretes iluminados de la Mezquita Azul. No hay pobres pidiendo, ni inválidos, ni borrachos. Así es por todo el Estambul que recorro durante esos días. No hay pobres, todos trabajan, hasta los niños…este país crece ajeno a las crisis y vaivenes de la economía.

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La grandiosa Basílica de Santa Sofía o Aya Sofia

De nuevo el muecín hace de las suyas a las 5 de la mañana pero ya no salto de la cama. Tras desayunar salgo corriendo hacia el Hipódromo atestado ya de grupos de turistas y voy directo hacia la entrada de Santa Sofía. El espartano y masivo exterior rodeado de gruesos muros y contrafuertes donde sólo sobresale la gran cúpula y los 4 minaretes, no permite imaginar lo que voy a encontrarnos en su interior. Santa Sofía fue reconvertida en museo en 1935 por orden de Atatürk tras una restauración que duró varios años. Por eso, a diferencia de las mezquitas, hay que pagar una entrada de 20 LT. Recordar que cierra los lunes. Tras unos minutos aguardando el turno para comprar la entrada, paso un control de seguridad y accedo a un pequeño jardín con una cafetería ubicada entre grandes bloques de piedra tallada dispersas por los rincones. La entrada a la basílica se hace por una pequeña puerta dominada por una enorme bandera turca.

El sobrio exterior y la imagen sólida y compacta de Santa Sofía contrastan con los volúmenes y la belleza de su interior. Dentro descubriré porqué su diseño arquitectónico fue modelo para todas las iglesias, basílicas y mezquitas de esta parte del mundo durante más de 1.000 años.

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Rodeado de una multitud entro a una especie de gran antesala alargada donde todos los guías se paran para señalar hacia lo alto de la entrada principal a la basílica. Allí se conserva uno de los mosaicos originales mostrando al emperador León VI arrodillado ante Cristo. Traspasar esa puerta, la llamada Puerta Imperial, y quedarse con la boca abierta es todo uno: qué enormidad de lugar, qué armoniosa barbaridad…

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Si alguna construcción humana se merece el adjetivo de impresionante es ésta. Los visitantes nos hemos convertido de golpe en una masa de zombis de ojos desorbitados que caminamos tropezando unos con otros mientras mantenemos la mirada clavada en esa enorme cúpula. Todos tenemos nuestras cabezas giradas hacia arriba intentando reprimir las exclamaciones de admiración. Pero ¡qué grandiosidad, qué enormidad de espacios! ¡Y qué magistral belleza!

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Mi admiración no deja de crecer al recordar que su construcción fue iniciada por Constantino en el año 360. Incendiada un par de veces antes de que el emperador Justiniano diera la orden de reconstruirla definitivamente en el año 532, la magna obra se finalizó en sólo 5 años. La leyenda dice que cuando Justiniano inauguró la basílica exclamó orgulloso: “Oh, Salomón, te he superado”. Entre sus paredes donde se acumulan más de 1.600 años de agitada historia se vivieron los graves enfrentamientos religiosos bizantinos (de ahí viene la expresión “discusión bizantina”), caminaron la emperatriz Theodora o el mismísimo Conde Belisario. Sobrevivió a la conquista otomana con la destrucción de la mayoría de sus exquisitos mosaicos y su transformación en mezquita. Además, sus muros soportaron los devastadores efectos de cinco grandes terremotos y finalmente su reconversión en museo. Sin duda sus arquitectos Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto hicieron un magnífico trabajo.

Finalizada su construcción y hasta la conquista otomana casi mil años después, Santa Sofía se convirtió en el centro de la vida cristiana ortodoxa de todo el imperio bizantino y en la catedral por antonomasia de Constantinopla. Pero en 1453, poco después de caer la ciudad en manos otomanas, el sultán Mehmet II la convirtió rápidamente en mezquita añadiéndole los minaretes y cambiando la decoración interior.

El interior es de unas dimensiones simétricas descomunales y ocupa una superficie de unos mil metros cuadrados. La gigantesca cúpula, la más grande construida en la antigüedad y que parece suspendida en el aire allá arriba, está soportada por cuatro arcos que a su vez se apoyan sobre cuatro enormes columnas. La cúpula tiene 40 ventanas que iluminan las paredes de mármol, las pinturas del techo y algunos de los mosaicos originales. Y, sobre todo, haciendo resaltar las letras doradas de los 8 gigantescos medallones donde están escritos entre otros, los nombres sagrados de Alá y Mahoma.

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En uno de los laterales de la nave, muy cerca de la rampa que da acceso a las galerías superiores, se encuentra la “columna que llora” y que dicen tiene propiedades curativas. Sólo tienes que introducir el pulgar en un agujero que hay en la columna e intentar dar una vuelta completa con la mano. Pero lo que realmente me interesa se encuentra más arriba, pues desde sus balconadas las vistas de la basílica son todavía más impactantes. Desde allí se pueden apreciar más claramente las pinturas y mosaicos del techo. También aquí, en la galería sur, se encuentran los pocos mosaicos cristianos originales que quedan de la época bizantina y que son de una belleza que hipnotiza. Los más destacados son los que representan a Jesús entre la emperatriz Zoe y el emperador Constantino IX del S.XI. también el de la Virgen con Jesús en brazos entre el emperador Juan Konmenos II y la emperatriz Irene, obra del S.XII.

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Desde las galerías superiores tendremos unas vistas privilegiadas de toda la nave de la basílica. Aquí encontraremos los pocos mosaicos bizantinos que quedaron tras la conquista otomana. Fijaros en el detalle de cada tesela del Cristo Pantocrátor del S.XI. También desde aquí se aprecia en su verdadera dimensión el tamaño de los 8 medallones que cuelgan de las paredes.

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Las dimensiones de las galerías son comparables a las de campos de fútbol, así que también aquí uno puede echar un buen rato intentando descubrir el ángulo adecuado para tomar fotografías. Me paro a cada momento, y deambulo un buen rato entre columnas, mosaicos y balconadas. Las horas han pasado con una rapidez asombrosa y ya va siendo hora de salir a disfrutar del sol y la buena temperatura del exterior. El Gran Bazar me espera.

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El Gran Bazar o Kapali Çarsi

Pasear por la calle Divanyolu supone un descubrimiento para los sentidos: restaurantes donde los platos con sus colores y olores se asoman a los escaparates, pastelerías repletas de dulces de formas y texturas apetitosas dispuestos en pirámides o en torres, puestos ambulantes, tiendas de desconocidas especias en tarros de cristal y todo tipo de té en cajas, sobres, en polvo, en bolsitas. Las aceras están llenas de gente que sube y que baja del tranvía, que entra y que sale de tiendas y portales, extranjeros, mujeres con burkha, hombres barbudos, estudiantes universitarios… Entro a comer en uno de esos locales donde la comida se cocina cara al público y se paga según las cantidades que pidas llamados lokantas situado muy cerca del hamman de Cemberlitas. Elijo unos entrantes, mezé, a base de hummus y dolma, hoja de parrra rellena de arroz, y después un típico kebab de cordero. Aunque no se puede decir que comer sea caro en Estambul si se quiere comer bien hay que gastarse un poco más de lo pensado. Eso sí, las pastelerías son una auténtica locura de formas y colores no aptas para los más golosos.

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Casi sin darme cuenta estoy a unos pasos del Gran Bazar, en el barrio de Cemberlitas. Os daréis cuenta cuando os encontréis de frente con la solitaria Columna de Constantino. Y mirando a la derecha los minaretes y la cúpula de la Mezquita Nuruosmaniye. De todas formas hay carteles indicando cómo llegar al Gran Bazar o Kapali Çarsi, sin duda uno de los bazares cubiertos más grandes del mundo. Especialmente conocido por su tradicional ambiente oriental y por la labia de sus vendedores que parecen capaces de hablar decenas de idiomas.

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Traspasadas un par de entradas en las que aparece bien claro “Kapali Çarsi”, entro por fin en este laberinto de 4.000 tiendas, locales, talleres, teterías y restaurantes que parece sacado de un cuento de las Mil y Una Noches, pero actualizado. Ante mi se abre una gran galería abovedada y bien iluminada de la que no consigo ver el final. Los laterales están ocupados por tiendas, tiendas y más tiendas hasta el infinito y más allá. Hay gente por todas partes. Los vendedores salen a las puertas de sus establecimientos reclamando la atención a los posibles  clientes. Entrar en el Gran Bazar es hacerlo en un mundo de colores, formas y personajes que nos transporta a otros tiempos. Perderse entre sus tiendas, pasillos, pasadizos y galerías es una de las experiencias más gratificantes que nos ofrece Estambul.

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Mientras avanzo entre joyerías y peleterías, veo que a los lados se abren más y más pasillos con un sinfín de tiendas a cuyas puertas se exponen mercancías de todo tipo. Es inevitable sentir un cierto desconcierto en estos momentos iniciales. Pero transcurridas unas horas dando vueltas entre laberínticos pasillos y galerías uno termina por orientarse más o menos. Además ¡qué hermosa sensación la de perderse, vagar sin rumbo y caminar sin mapa para disfrutar plenamente de esta cueva de Ali Baba!

Sin embargo a lo largo de la historia no todo ha sido tan apacible como puede parecer. Lo que vemos hoy es producto de la última reconstrucción de 1954 en la que se utilizaron los planos originales. Y es que a lo largo de sus 500 años de historia desde que Mehmet II ordenara la construcción de un gran mercado tras la conquista otomana de Constantinopla, el bazar ha sufrido varios terremotos e incendios. Hoy día casi 20.000 personas viven de vender cualquier cosa y en cualquier idioma. Aunque por desgracia la globalización también ha llegado hasta aquí en forma de copias de ropa de marcas occidentales, todo tipo de falsificaciones y tiendas cutres de souvenirs.

Las calles de esta pequeña ciudad están estructuradas en círculos concéntricos en torno a la única estructura original que queda de la época de Mehmet II. Son los llamados Bedesten, los almacenes donde se guardaba la mercancía más valiosa. Las calles se nombran según el tipo de mercancía que se venda en ella: si queréis iros de Estambul cargados de alfombras, deberéis visitar las tiendas que circundan la calle Halicilar Caddesi; si buscáis joyas, recorrer la Kalpakçilarbasi Caddesi; si os encanta el olor acre del cuero recién tratado, vuestro sitio está en Feçiler Caddesi…y así con las cerámicas, calzado, ropa, lámparas, antigüedades, etc. Pero como todo está en turco y no nos vamos a enterar sigo pensando que lo mejor es descubrirlo por nuestra cuenta callejeando y recorriendo todos los rincones de este lugar mágico.

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Os propongo deteneros en alguna tetería o pastelería para sentaros, tomar un estupendo té de manzana y observar la obligada ceremonia del regateo entre vendedores y compradores. Así es desde hace 500 años, y que siga por muchos más. El Gran bazar cierra a las 7 de la tarde y no abre los domingos. Recibe diariamente hasta a medio millón de personas, aunque es tan grande que no se tiene en ningún momento sensación de agobio. Los vendedores son más amables y correctos de lo que se puede esperar teniendo en cuenta los malos modos de muchos de los turistas que creen que regatear consiste en discutir, gritar y enfadarse. Tras perderme y curiosear durante horas entre tiendas de todo tipo, salgo del Gran Bazar con los pies echando humo y la retina llena de imágenes inolvidables. No hay duda de que este es otro lugar para añadir a la lista de visitas imprescindibles en esta ciudad que cada día que pasa me gusta más.

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Madrazas y narguiles

A la salida del Gran Bazar me dirijo de nuevo hacia la calle Yeniçeriler donde un lugar en especial me había llamado la atención. Rodeada por un murete enrejado tras el cual se divisaban unas tumbas otomanas apiladas, había visto una puerta sobre cuyo arco de entrada un cartel anunciaba que este lugar era la Çorlulu Alipasa Medresesi. Las madrazas son las escuelas coránicas normalmente asociadas a alguna mezquita, y en este caso a su correspondiente cementerio. Pero lo que despertó mi curiosidad fueron una especie de estufas donde se calentaban al rojo vivo una serie de recipientes.

Traspasado el umbral, al fondo apenas si se adivinan unas lámparas multicolores, muros donde colgaban alfombras y el rumor cada vez más fuerte de un montón de gente que ocupaba mesas, sillones y butacas entre cojines. Estaba en uno de esos famosos fumaderos de tabaco en pipa de agua llamados “barras de narguile”, donde casi todos los ocupantes eran hombres abrazados amorosamente al tubo flexible de su pipa. Los olores de los diferentes sabores mezclados con el tabaco inundaban de humo este patio interior en el que se veían claramente los carteles con la advertencia de “Prohibido fumar”.

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Tras la agitada tarde en el Gran Bazar el lugar me pareció genial para relajarme un rato, así que busqué un sitio y me pedí una pipa acompañado de un té de manzana. Desgraciadamente este tipo de fumaderos está desapareciendo a marchas forzadas de las calles de Estambul. Así que no iba a desperdiciar la oportunidad de pasar un buen rato disfrutando de mi pipa y del peculiar ambiente de este lugar en el que los camareros corrían entre las mesas sirviendo pipas aromatizadas, cafés y té.

En el mismo patio frecuentado por vecinos, estudiantes de la cercana Universidad y turistas hay también algunas tiendas de alfombras y bisutería que se hacen sitio entre los locales de café tradicionales. Tras un buen rato fumando de la pipa los efectos del tabaco aromatizado empiezan a hacer acto de presencia en forma de abotargamiento mental y una sequedad tremenda en la boca y la garganta. Pero es que estas cosas hay que probarlas y vivirlas y este era el lugar perfecto. Medio mareado pago mi cuenta y salgo a la noche de Estambul de nuevo agotado tras la intensa jornada vivida pensando en todo lo que me queda por conocer y disfrutar de esta magnífica ciudad.

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