El Katmandú soñado resiste al paso del tiempo y los terremotos.
Katmandú no es una ciudad fácil. No es silenciosa, limpia ni ordenada. Pero es profundamente viva. Es una ciudad para quienes aman viajar de verdad, sin filtros ni concesiones. Es para quienes buscan algo más que monumentos. Es para los que buscan experiencias, una energía vital que no se olvida, encuentros, sonrisas e historias que contar. Y Katmandú tiene muchas para regalarte.
Si hubiera que elegir un solo lugar para visitar en Katmandú, sería este. La Plaza Durbar es el epicentro histórico de la ciudad, un museo al aire libre donde cada templo parece haber sido tallado por manos obsesionadas con el detalle.
Pero antes de seguir no te pierdas mi artículo Katmandú: caos, espiritualidad y revolución en la capital de Nepal para entender porqué esta ciudad acaba enganchando. Y de paso, cómo viví entre incendios, barricadas, manifestaciones y toques de queda, la revuelta popular que tumbó el gobierno de Nepal.





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Durbar Square: el corazón histórico de Katmandú
Tras vivir en vivo y en directo las revueltas que acabaron con el gobierno nepalí (algo que te cuento este artículo sobre esos días en Katmandú) regresé de mi viaje de una semana por el Tíbet para hospedarme de nuevo en el barrio de Thamel. Desde aquí hay uno 20-30 minutos de caminata hasta el casco histórico. Por el camino, cada calle (sin aceras) es un frenesí de gente, ricksaws, motos y motocarros que se esquivan y se entrecruzan de formas milagrosas. Las tiendas de ropa hindú se mezclan con pequeños negocios de frutas, artesanías y souvenirs para turistas.


Caminé hacia Durbar Square casi al azar. Aquí no hay carteles indicadores, ni mapas turísticos, pero sí una serie de pistas invisibles: grupos de turistas que van y vienen, mujeres elegantemente vestidas con saris de colores imposibles… Y algunos templos y estupas que, de vez en cuando, aparecen escondidos entre las abigarradas y estrechas calles del centro marcando el camino a seguir.




De pronto, casi sin avisar, como si hubiera cruzado una puerta invisible, apareció Durbar Square. Entrar aquí, porque los turistas tenemos que pagar por acceder (aunque hay formas de “colarse”), es sumergirse en siglos de historia newar. Los templos de ladrillo y madera tallada con una paciencia de otros tiempos han sido reconstruidos y siguen en pie con dignidad a pesar de los daños producidos por el terremoto del 2015.




El ruido y el caos del tráfico queda atrás en esta zona peatonal a la que regresé una y otra vez durante mi estancia en Katmandú. En Durbar Square es imposible no detenerse a observar y fotografiar: tejados escalonados, ventanas de madera minuciosamente elaboradas, esculturas de dioses con terroríficas expresiones y sadhus falsos esperando una propina. Tampoco faltan los peregrinos, las insistentes y sonrientes vendedoras ambulantes, mujeres elegantemente vestidas con sus saris de colores, un perro ladrándole a un mono que le mira indiferente, las vendedoras de flores… Este es el Katmandú soñado.



Como un turista más, pasé un buen rato en la Casa de la Kumari esperando a que la diosa niña se asomara por un segundo desde su ventanuco. Por supuesto, no salió. La antigua tradición de la Kumari, una niña elegida como deidad viviente del hinduismo nepalí que vive encerrada aquí, hoy resulta polémica por lo que implica para la vida de la niña. Esta es una de esas realidades complejas que conviene conocer, pero no idealizar.
Me acerqué hasta la antigua residencia real, el Palacio Hanuman Dhoka, enorme y ya casi reconstruido tras el terremoto de 2015, aunque con sus puertas todavía cerradas.Caminé entre los viejos edificios acompañado por el aroma a incienso, por el sonido de las campanas y por los fieles que regalaban ofrendas a sus dioses. Subí las escalinatas de algunos templos dedicados a Shiva o a Vishnu para ver el mundo desde arriba con el sentimiento de estar fuera de lugar y, al mismo tiempo, exactamente donde debía estar.
Este sigue siendo un escenario lleno de vida donde se siente la gloria de la antigua Katmandú. Porque la esencia de Durbar Square, a pesar del paso de los siglos, de los terremotos y las revueltas, sigue estando muy presente.


Swayambhunath: el templo de los monos
Mi siguiente destino era Swayambhunath. Situado sobre una colina con vistas panorámicas sobre el valle, Swayambhunath es uno de los templos budistas más antiguos y emblemáticos de Nepal. Su estupa blanca, coronada por los “ojos de Buda” vigilando en las cuatro direcciones, es una de las imágenes icónicas de Nepal.

También conocido como el “Templo de los Monos”, decidí llegar a pie pensando que desde Thamel no parecía estar muy lejos. Pero sí que lo está. Además, para llegar a lo más alto, hay que subir por una serie de escalinatas que parecen no tener fin. Subida que hice rodeado de decenas de monos que me observaban dispuestos a quitarme lo que fuera en cuanto me despistara. Lo bueno es que pude ir parando y descansando con la excusa de fotografiarlos.

La subida merece cada gota de sudor que dejas por el camino. Al llegar arriba, por fin, ves la estupa blanca, redonda, hipnótica, con los ojos de Buda observándolo todo como diciendo, “tranquilos, lo tengo todo controlado”. El viento movía las banderas de oración y la ciudad quedaba extendida a mis pies como un mar de edificios, polvo y vida. Me quedé un buen rato allí, escuchando desde lo alto la lejana sinfonía de la ciudad mientras disfrutaba de una de las mejores vistas de Katmandú.


Boudhanath: el alma tibetana de Katmandú
La monumental estupa de Boudhanath es una de las más grandes del mundo y es el centro espiritual de la comunidad tibetana en Nepal. Las abarrotadas calles del barrio donde está enclavada dan paso a una plaza peatonal enorme rodeada de tiendas de artesanías, templos budistas y edificios que han reconvertido sus azoteas y terrazas en cafés y restaurantes.


Sin duda este es uno de los mejores lugares de Katmandú para venir a comer o a ver el atardecer tomando un té tibetano o un café. La gran estupa enorme, blanca, casi flotando, lo domina todo. Ver cómo pasa la vida desde las alturas de una de esas terrazas es todo un lujo.


Decenas de peregrinos caminaban a su alrededor en sentido horario, girando las ruedas de oración con devoción. Con sus simetrías perfectas, colores suaves y las banderas de oración ondeando al viento, aquí en Boudhanath comprenderás la profunda conexión espiritual que Nepal tiene con el Tíbet.

Pashupatinath no es para todos: hinduismo en estado puro
Soy de los que piensan que viajar no es solo ver paisajes bonitos; también es confrontar realidades profundas que te hacen reflexionar sobre tu propia forma de ver la vida. Pashupatinath, con sus ceremonias funerarias abiertas al público es un recordatorio de que la vida y la muerte forman parte del mismo ciclo.


Pashupatinath no es un espectáculo para turistas. Es un lugar sagrado, un lugar duro, un lugar profundamente humano. Es la vida y la muerte tal como se entiende en Nepal. Las incineraciones a orillas del río Bagmati me recordaron a las que vi en los ghats de Benares, pero a pequeña escala. Porque Benarés, o Varanasi, es un lugar que sobrepasa todo lo que puedas imaginar.



El conjunto de templos de Pashupatinath dedicado al dios Shiva es uno de los santuarios hinduistas más sagrados del planeta. Por eso intenté ser lo más respetuoso posible a la hora de recorrerlo y fotografiar las ceremonias de cremación. La arquitectura del complejo combina templos, santuarios y lugares donde residen, rezan, o viven de paso, muchos sadhus.




La espiritualidad impregna este lugar mientras el humo de las hogueras donde se queman los muertos te envuelve. La verdad, es que la sensación de respirar las cenizas de un muerto resulta realmente desagradable. La serenidad y el respetuoso silencio de las familias despidiendo a sus seres queridos es casi imposible de concebir a nuestros ojos. Pashupatinath me dejó imágenes mentales imposibles de olvidar.

Observar la ceremonia de la cremación es una experiencia intensa, espiritual y profundamente humana que muestra que la relación de los nepalíes con la muerte es muy distinta a la occidental. Aunque emocionalmente es un lugar difícil, conocer Pashupatinath invita a la reflexión y a conocer una parte del Nepal más auténtico.



Patan: la elegancia newar
Si Katmandú es energía, ruido y bullicio, Patan es silencio y elegancia. Patan tiene otro ritmo. Más tranquilo, más íntimo. Como si la ciudad quisiera que la conocieras sin prisas. Aquí encontrarás templos hindúes, estupas budistas y talleres artesanos que mantienen técnicas ancestrales. Recorrer las calles de Patan es como hacer un viaje en el tiempo porque muchas de sus casas conservan su refinada estética newar.





El mayor tesoro de Patan es la maravillosa Durbar Square, uno de los mayores tesoros arquitectónicos de Nepal con su refinado estilo palaciego. Te aconsejo entrar en el antiguo Palacio Real para conocer su pequeño museo y su colección de viejas fotografías de época. Y recorrer sus hermosos patios decorados con columnas, puertas y ventanas de madera talladas con todo detalle. En uno de sus patios encontrarás la fuente la fuente más hermosa de Nepal, la que usaban los reyes de Patan para sus baños rituales.



Bhaktapur: la joya medieval del valle
Bhaktapur es como un sueño medieval. Calles impecables y templos que parecen recién tallados. En su Durbar Square, la tercera de las tres grandes plazas reales del valle, te espera el imponente Nyatapola elevándose como una escalera hacia el cielo. Un templo de cinco pisos que sobrevivió intacto al terremoto de 2015 y que es el más alto de Nepal.



Tras Katmandú y Patan, Bhaktapur es la tercera ciudad histórica del valle. Una maravilla arquitectónica y artística que parece detenida en el tiempo. Es perfecta para pasar un día entero respirando historia, pasear, curiosear en sus tiendas y disfrutar de estar lejos del caos urbano que reina en Katmandú.





Bhaktapur cuenta con una gran cantidad de edificaciones y templos que son auténticos tesoros. Entre ellos destaca el templo de Dattrataya del S.XV donde se venera al mismo tiempo a las 3 grandes divinidades del hinduismo: Bhrama, Shiva y Vishnu. Curiosamente este edificio cuenta con algunas de las tallas en madera más curiosas del Valle de Katmandú. Si os fijáis bien, son tallas en madera de marcado erótico y sexual.

Es curioso como en algunos de los lugares más sagrados del hinduísmo, como los Templos de Khajuraho en la India, se representaba el sexo y todas sus imaginativas variantes sin ningún tipo de problema. Lo curioso es que en los tiempos que corren, la restauración de este templo tras el terremoto de 2015 abrió un debate sobre si restaurar o no las antiguas tallas como estaban. O eliminarlas sustituyéndolas por otras. Afortunadamente se mantuvieron tal cual, evitando que la moralidad actual borre para siempre parte del patrimonio artístico y cultural de otros tiempos.
Caminar por las calles peatonales de Bhaktapur es como hacerlo por un taller al aire libre. Aquí encontrarás artesanos que martillean el metal o ponen a secar al aire las piezas de barro que han cocido en los hornos. También a carpinteros trabajando la madera como hace siglos y a pintores creando mandalas con paciencia divina y precisión quirúrgica.




El Valle de Katmandú, un lugar muy especial
Para escribir sobre Nepal con honestidad, no hay que ignorar sus problemas. Nepal es un país hermoso y humano, pero también uno de los más pobres de Asia. Has de saber que muchos nepalíes dependen del turismo y de las remesas del extranjero para sobrevivir. Y la corrupción galopante del gobierno (derrocado precisamente en los primeros días de mi viaje) que se implantó tras la caída de la monarquía, y que empeoró todavía más una situación económica difícil.



En Katmandú el crecimiento urbano no planificado hace que hoteles de lujo se encuentren junto a barrios donde el acceso a agua potable sigue siendo irregular. Por otro lado, el tráfico constante y la falta de infraestructuras hacen que la polución y el ruido formen parte de la vida diaria y uno de los grandes retos de esta ciudad. Sí, Katmandú no es una ciudad perfecta. Ni lo intenta. Es ruidosa, polvorienta, impredecible y a veces desconcertante. Pero también es profundamente humana, espiritual, cálida y sorprendente.


Pero si hay algo que define a Katmandú, y a Nepal en general, es su resiliencia y su espíritu indestructible. Tras el terremoto de 2015, la ayuda internacional llegó, pero fue la propia gente la que levantó la ciudad con sus manos, ladrillo a ladrillo. Literalmente.

Cada día, caminando de vuelta a mi hotel, pensaba en esto: no todos los viajes te cambian, pero Katmandú tiene esa capacidad. No por su belleza tradicional, que la tiene, sino porque te obliga a mirarla con mente abierta. Te enfrenta a realidades duras y a una espiritualidad que se cuela inesperadamente a cada paso que das. Te enseña que la vida es ruido, es polvo, es la lucha diaria, es caos… Y aun así, también es profundamente bella.
Dicen que quien visita Katmandú una vez, siempre quiere volver.
Y quien vuelve, sabe por qué lo hace.

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