Hacia Chichicastenango.

Si hay que ir a Chichi algún día ha de ser un jueves o un domingo, días en los que se celebra uno de los más importantes mercados indígenas de Centroamérica. Hay numerosas empresas de turismo que facilitan el traslado en una confortable furgoneta de cristales tintados y aire acondicionado desde Panajachel, Antigua o Guatemala Capital.

Pero si eres de esas personas que quieren vivir el día a día de la gente del país que está visitando, os propongo una experiencia intensa e inolvidable: tomar cualquiera de esos autobuses locales pintados de colores que corren veloces por todas las carreteras del país y en los que viajan los guatemaltecos de a pié. Así sabréis por qué un viaje en “chicken bus” por Guatemala es siempre inolvidable.

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Hoy es domingo, son las 5.30 de la mañana y todavía es de noche en la zona del mercado central de Guatemala Capital donde ya numerosas personas están montando sus puestos de venta de productos del campo. Aquí se encuentra también la llamada Terminal de Buses, aunque no busquéis ningún cartel o edificio. La “Terminal” consiste en una explanada que cuando llueve es un barrizal del que salen los autobuses de distintas compañías hacia los diferentes destinos del país. Aquí hay que dedicarse a preguntar una y otra vez para asegurarse que el bus en el que nos subimos va a donde queremos que vaya y por supuesto el precio. No estoy dispuesto a pagar de más por el color de mi piel ni porque me tomen por gringo, así que después de aclarar el tema pago como todos los demás 35 quetzales para ir a Chichi, unos 3 €.

La verdad es que no hace falta madrugar tanto, pero el viaje lleva casi 3 horas y por estas carreteras nunca se sabe lo que puede pasar: controles policiales, avería del motor, pinchazo de una llanta, rotura de un eje, atropello de alguna vaca… Bienvenidos a Guatemala.

Otra opción es pedirle a un taxista que te acerque a donde paran los autobuses hacia Chichi en la zona del Trébol. De aquí salen directamente por la carretera que se dirige hacia Antigua, luego Sololá y finalmente Chichicastenango

Estos “chicken bus” son toda una institución en Centroamérica. Fabricados en su mayoría por la empresa norteamericana BlueBird son los mismos que llevan a los niños al cole en los USA, y también a los presidiarios. Solo que aquí en Guatemala se decoran, se pintan y se iluminan al gusto del propietario. Algunos son unas auténticas obras de arte. Eso en el exterior, porque en el interior siguen el estilo espartano de duros bancos en los que apenas caben dos niños en los USA, mientras que aquí alcanzan capacidades ajenas a la lógica del espacio.

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Lo he conseguido, he encontrado sitio en uno de esos banquitos en el que apenas me cabe una pierna de lado. Un banquito que a lo largo del viaje mostrarán su capacidad real a medida que se sube gente y más gente con todos sus bultos, bolsas y bagaje de todo tipo, incluidos animales varios. Al salir de la capital ya vamos tres personas encajadas en cada banquito. Luego subirán muchas más. A pesar de los continuos bocinazos, frenazos y acelerones la gente duerme a mi alrededor como buenamente puede.

Entre bosques de pinos y campos rebosantes de maíz atravesamos raudos y veloces pueblos y aldeas, subimos montañas y descendemos por valles cultivados. Aquí la persona que manda es el individuo que va al lado del conductor. Es un personaje importantísimo en el autobús, pues además de cumplir las funciones de cobrador y guía del piloto en esta alocada carrera, grita continuamente a través de la puerta de acceso al autobús, siempre abierta, el destino final. Además recoge y dirige amablemente a las incautas víctimas hacia el interior del bus con una frase siempre repetida: “al fondo hay sitio”. También sube y baja los bultos de los pasajeros al techo del bus en plena marcha trepando por puertas, escalerillas y ventanillas. Son esas personas que veréis dando vueltas por el techo de los «chiken bus».

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Pero sin duda su función más importante es la de seguridad a base de tocar el claxon a todo bicho mecánico o viviente. Que aparece un Porsche en la estrecha carretera, pues nada, el personaje en cuestión tira de bocina, se pica con el del deportivo y con medio cuerpo fuera del autobús va indicando al conductor si puede adelantar o no en esa curva cerrada, con cambio de rasante, con línea continua y con el suelo mojado. “Dale, dale…ahora…”, le va gritando al conductor que pisa el acelerador hasta el suelo de chapa mientras conduce con una mano y con la otra sujeta su teléfono móvil por el que habla tranquilamente.

Y así, entre acelerones, humaredas de gasoil y perfume de frenos quemados avanzamos por un hermoso paisaje salpicado por las siluetas cónicas de los volcanes Agua, Fuego y Acatenango cuando dejamos atrás Antigua. Y más adelante el Atitlán, el Tolimán y el San Pedro que rodean el bellísimo lago Atitlán. Por los altavoces suena música de marimbas, salsas, rancheras, cumbias, canciones de amor en todos los estilos latinos existentes y…los Bee Gees. A estas alturas del viaje la señora que tengo a la izquierda ha conseguido encajarse bajo mi axila y yo he logrado, por fin, apoyar el pie que me faltaba en el suelo.

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Por fin Chichicastenango

El mercado está en plena actividad de montaje de puestos y acarreo de mercancías. Tras tomar un desayuno a base de huevos con queso y frijoles con café, ya estoy preparado para todo. El pueblo hierve con la actividad de las distintas etnias indígenas que lucen sus vestimentas multicolores, todas decoradas con múltiples motivos naturales: las mujeres sus huipiles y blusas, los hombres pantalones y camisas bordadas, y sombrero.

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Aquí todo el mundo parece muy ocupado yendo y viniendo,  cargando todo tipo de fardos, cajas, bultos y paquetes, algunos de ellos enormes. Hay muchísimas mujeres con sus bebés envueltos en una práctica tela que vienen a hacer la compra, o a vender sus telas y artesanías a los turistas que empiezan a verse entre los abigarrados puestos y las estrechas calles.

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Todas las calles, repito, todas, están llenas de puestos vendiendo una asombrosa variedad de productos: verduras y frutas, pavos y gallinas, tortitas recién hechas, piezas de pollo frito, cinturones, bolsos, pulseras, collares, pendientes anillos y demás abalorios; máscaras de madera o arcilla, piedras de cal para cocinar el maíz, sacos de maíz de diferentes tipos y colores…

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Pero destacando sobre todos los demás productos, están las telas, telas de todos los colores, mantas, colchas, manteles, alfombras…Y tras cada puesto una o varias personas que nos reclaman, que nos solicitan, que nos piden, que nos muestran su mercancía. La variedad de texturas, motivos y decoraciones parece infinita. Pero sobre todo el estallido de colores resulta abrumador.

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Y todo esto sucede a los pies de la escalinata de la blanca fachada de la iglesia de Santo Tomás. Porque esta escalinata de 18 escalones simboliza los meses del calendario maya donde indígenas, chamanes y turistas se reúnen en una extraña mezcla de sincretismo religioso, cultural y económico. Este lugar era originalmente un pequeño templo maya sobre el que se ubicó la iglesia. Ya sabemos que todas las religiones eligen aquellos lugares donde se realizaban cultos anteriores para levantar sus templos y santuarios. Y así lo hizo la iglesia católica cuando se estableció en América. Pero a diferencia de otros sitios, aquí ambos cultos han pervivido hasta hoy fundiéndose en una suma sincrética de ritos mayas y cristianos.

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Entre humos de velas encendidas y sahumerios de rudimentarios incensarios hechos con latas de comida vacías, los chamanes hacen sus ruegos y peticiones a sus diferentes divinidades.  Mientras tanto dentro de la iglesia y tras la celebración de la misa católica, algunos fieles se arrodillan alrededor de unas losas rectangulares de piedra. Son pequeños altares donde los indígenas encienden velas junto a pétalos de flores y realizan ofrendas de alimentos que van desde mazorcas de maíz a alguna botellita de licor.

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Otros hablan en su sonora lengua maya quiché a las figuras de los santos cristianos expuestos tras las vitrinas de cristal. El humo de siglos ha oscurecido las paredes de este lugar único cuyos gruesos muros aíslan a los fieles del tumulto y la cacofonía de ruidos del exterior. En esos momentos uno piensa que sólo por vivir estos momentos merece la pena el esfuerzo de venir hasta aquí. Por supuesto está prohibido hacer fotos, pero no me puedo resistir a fotografiar unas escenas que me parecen mágicas.

Salgo a las escalinatas de la iglesia donde algunas mujeres han montado sus puestos de venta de flores.

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Mientras tanto, en un pequeño altar al pie de las escaleras del que fue en tiempos un templo maya, otros chamanes encienden sus velas y hacen pequeñas hogueras. Todo se llena de humo y del olor de las maderas aromáticas. En estas escalinatas de piedra talladas por los mayas se sientan ahora sus descendientes, jóvenes alegres y también ancianos de rostros envejecidos, arrugados por la dureza de una vida muchas veces llenas de miserias, supervivientes de una guerra civil que en esta región del Quiché provocó decenas de miles de muertos y desaparecidos.

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La pobreza en esta región de Guatemala permanece endémica y sigue afectando a una gran parte de la población rural que apenas tiene para vivir con lo que obtienen de una agricultura de subsistencia. La gente envejece de forma prematura y los niños se ven obligados a trabajar para aportar algo de dinero en sus casas. Me encuentro con la mirada de un niño limpiabotas de apenas 8 años con sus manos ennegrecidas por el betún y me pregunto qué  futuro le espera. Me pregunto si podrá escapar a ese destino que parece escrito de forma indeleble en sus dedos manchados de negro.

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Frente a la iglesia ya no hay quien camine. Tomando el pasadizo de enfrente entre más y más tenderetes me dirijo hacia la Capilla del Calvario que a estas horas de la mañana parece un lugar más tranquilo. Me dicen que aquí no pueden entrar los curas católicos y tras subir las escaleras veo que hay un pequeño altar con ofrendas en la entrada. El exterior de la iglesia es de un blanco inmaculado, pero su interior es pequeño y oscuro. Apenas está iluminado por las velas que se consumen en los altares rectangulares de piedra que ocupan la pequeña nave central. Al fondo a la derecha hay una pequeña capilla todavía más oscura. De su interior oigo que salen rezos y oraciones murmuradas en quiché y veo a varias personas arrodilladas entre la penumbra y decido no entrar. Desde el exterior las callejuelas de Chichicastenango aparecen cubiertas de los techos de plástico del mercado entre los que sólo sobresale la iglesia de Santo Tomás.

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Por la calle que bordea la Capilla del Calvario me dirijo hacia una de las salidas del pueblo. Entre la maraña de cables eléctricos desde aquí diviso ya mi próximo objetivo: las coloridas tumbas del cementerio que me atraen en su desorden con sus tonalidades pastel.

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Chichicastenango y toda la región del Quiché vive en un sincretismo religioso y cultural evidente. Aquí se mantienen las antiguas creencias religiosas mayas pero con una clara influencia católica. Este sincretismo religioso es apreciable en todas partes y el cementerio es otro ejemplo de esta mezcla de creencias y costumbres. Las tumbas de los católicos son de color blanco y están en franca minoría frente a las coloridas tumbas de los indígenas donde cada color representa el sexo o la edad de la persona enterrada y también su estatus social. Aunque la muerte nos iguala a todos, en los cementerios se siguen manteniendo las diferencias sociales.

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Cementerio de Chichicastenango 12.

Aquí al lado de las modestas tumbas apenas señaladas con una cruz, me encuentro con enterramientos casi fastuosos como el de una tumba en forma de pirámide maya o grandes panteones familiares. Pero si hay algo que contrasta con el colorido desorden es la oscuridad de los rincones donde se hacen ofrendas siguiendo ancestrales cultos mayas. En uno de ellos situado frente a una capilla conversé con uno de los chamanes que alimentaba con tabaco y maderas perfumadas una hoguera. Mientras me explicaba que estaba haciendo un ritual para alejar a todo lo malo, se sucedían unas pequeñas explosiones en el fuego para espantar los espíritus malignos. Justo al lado otro chamán susurraba sus peticiones, bebía de una botella y escupía con fuerza el líquido sobre otra hoguera que se encontraba a sus pies.

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Cementerio de Chichicastenango 14.

Me alejo paseando por el cementerio entre tumbas y montículos señalados con crucifijos de colores. De sus moradores apenas quedan un nombre y unas fechas que acabarán borrando el tiempo y el olvido. Una vez más ese pequeño rastro me recuerda que no somos nada. Carpe diem.

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Si estáis interesados en saber algo más acerca de los rituales de origen mayas lo mejor es contratar los servicios de un guía local. Los distinguiréis claramente por sus chalecos y sus tarjetas de identificación. Tras negociar sus emolumentos, os relatarán historias, costumbres y hábitos de los pueblos cercanos además de explicaros el significado de los rituales más habituales. Si estáis en buena forma os  llevarán hasta el altar de Pascal Abaj situado en lo alto de una colina cubierta de pinos a las afueras del pueblo y donde se realizan distintos ceremoniales mayas. Si sentís esa curiosidad no os lo perdáis, a pesar de que los 2.300 m. de altura de Chichi y sus numerosas cuestas os hagan perder el resuello.

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Mientras tanto Chichi sigue en ebullición y la actividad en sus calles alcanza su cenit entre el mediodía y las dos de la tarde. En los puestos de comida no se para de preparar piezas de cerdo, pollos fritos, sopas especiadas y de cocer verduras. Mientras tanto hay un sonido omnipresente, el de las manos femeninas dando formas a las tortillas de maiz: plis-plas, plis-plas…y a la plancha

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Y también omnipresente es la triste realidad de la pobreza que me rodea y cuyo máximo exponente es esa multitud de niños que pululan por todas para vendernos cualquier cosa. Y si nos despistamos, también para robarnos. Los comerciantes están hartos pues son víctimas indirectas de estos ladronzuelos ya que los turistas son cada vez más reticentes a venir a un lugar donde no se les para de acosar. Y si no hay turistas, no hay ingresos. Por eso la vigilancia policial es tan evidente en los lugares más frecuentados. Solo deciros que el único lugar donde me han robado estando de viaje fue aquí hace algunos años. Fue un despiste mío, y bueno, ese día alguien fue feliz. Pero de nuevo en esta última visita una señora rodeada de niños que se me apretujaban alrededor lo volvió a intentar. Su mano dentro de un bolsillo del pantalón así me lo hizo suponer.

Tras comer unas tortillas de maíz con pollo sigo dando vueltas por Chichicastenango donde aparte del mercado y la gente que me rodea no hay mucho más de interés. La parte más «moderna» de Chichi a estas horas es un caos de tráfico, gente y ruido decorado con el humo negro y espeso de camiones y autobuses sobrecargados. La gente que ha hecho sus compras comienza a cargar sus bártulos y emprende una loca carrera hacia autobuses, tuk-tuk y furgonetas pick-up convertidas en medios de trasporte masivos.

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Ya por la tarde y tras una intensa jornada fotográfica-turístico-cultural, vuelvo a jugarme el tipo subiéndome a otro de esos fantásticos “chicken bus”. Esta vez el autobús ya casi está lleno, pero “al fondo hay sitio”, así que me encajo entre una familia con tres niños y un pavo que tiene las mejores vistas del paisaje. El subidón de adrenalina en el cohete-bus es general mientras una música pachanguera truena por los altavoces y vamos adelantando a todo el que se nos pone por delante.

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Pero unos metros más adelante y tras un frenazo de varios “ges”, paramos para que suban más pasajeros con sus equipajes. Nos vuelven a adelantar todos los que habíamos adelantado. Mientras me hago amigo del pavo, de debajo de los asientos surgen niños de hermosos ojos oscuros que antes no había visto. Cuando por fin llego a la capital y bajo del autobús sudoroso, agotado y dolorido pero vivo, lo hago con la impresión de haber vivido una experiencia única que sólo algunos locos estamos dispuestos a repetir. Debo estar fatal porque lo llevo haciendo ya muchos años.

Guatemala engancha por estas cosas.  Y por las experiencias que puedes vivir, por sus lugares únicos y por sus gentes de rostros impenetrables que siempre rechazan mirar a la cámara cuando les explico por qué quiero hacerles una fotografía. Quizás no sepa explicarles la belleza y la fuerza visual tan especial que les acompaña. Seguiré intentándolo. Quizás algún día…

.Mercado de Chichicastenango 1

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Información práctica:

– El mercado de Chichicastenango se celebra los jueves y domingos.

– Desde Guatemala capital el autobús tarda unas dos horas y media en llegar a Chichi, como se la conoce aquí, y cuesta 35 Quetzales (unos 3 €). Desde Antigua se tarda menos de dos horas.

– Los chicken bus se toman en lugares determinados aunque no existen paneles o indicaciones, pero todo el mundo sabe donde está la parada del autobús según su destino. Pregunta.

– Una vez dentro te tocará viajar sentado apretado (con suerte) o de pie. Ubícate mejor al fondo para evitar el continuo sube-baja de gente por el estrecho pasillo. Y prepárate para todo tipo de curvas y frenazos.

– Una vez en Chichicatenango asegura bien tus pertenencias. Pon tu dinero y documentación a buen recaudo en algún bolsillo interior cerrado. Si te roban será al descuido y no con violencia. Si al final te desaparece algo piensa que has hecho feliz a alguien y sonríe pensando en que has hecho tu obra benefactora del día. La culpa será sólo tuya porque te he avisado. Y acude a la Policía Turística.

– Recuerda que un buen Seguro de Viajes te puede ahorrar preocupaciones y resolver muchos problemas. Así que ni lo dudes. Desde aquí te recomiendo MONDO, el seguro de viaje inteligente para viajeros inteligentes. Además contratando tu seguro desde esta página tienes un 5% de descuento.

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– Aunque Chichicastenango se puede conocer en un día, hay oferta hotelera para todo tipo de bolsillos si te quieres quedar. Un hotel medio con buena relación calidad-precio es el Hotel Museo Maya Inn que sale a unos 65€ la habitación doble. Uno más caro es el Hotel Santo Tomás (100€ la noche en habitación doble). Tanto en uno como en otro se puede degustar un buen menú por unos 12-15 € en sus tranquilos restaurantes alejados del bullicio del pueblo. Sus patios y jardines de exuberante vegetación están animados por loros y papagayos que viven en régimen de semi libertad.

.Papagayo en Chichicastenango 1.

– Chichicastenango no es muy grande y podrás recorrerla a pie sin problemas pero lleva calzado cómodo. Usa protección solar los días soleados y piensa que estás a 2.000 metros de altura.

– Si quieres enterarte de lo que está pasando a tu alrededor, no dudes en contratar los servicios de un guía oficial. Llevan chaleco y van perfectamente identificados.

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– Compra algo, lo que sea. La artesanía aquí merece la pena, los precios son asequibles y se pueden negociar. Saca tu lado ONG y piensa que estarás contribuyendo directamente al sostenimiento de alguna familia, de la economía local y al mantenimiento de las tradiciones artísticas.

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